El reto de garantía y protección de los derechos humanos

Los nuevos desafíos de la Comunidad Internacional ante el setenta y cinco años de la Declaración Universal de los Derechos humanos de

1948 y el surgimiento de nuevas generaciones de derechos humanos” y los llamados derechos humanos emergentes.

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Juan Manuel de Faramiñán Gilbert

Ideas introductorias.

 

Los esfuerzos realizados para lograr el respeto de la dignidad humana han sido uno de los principales cometidos del pensamiento filosófico y que, para consolidar su efectividad, ha buscado su asidero en estructuras jurídicas. De ese modo, se abrieron las vías para poder reclamar frente a las vejaciones que se pudiesen producir a los valores que representan a esa dignidad y de las cuales la historia de la humanidad, lamentablemente, no se haya exenta.

Desde el “Discurso sobre la Dignidad Humana” de Pico de la Mirándola en 1494, quizás, una de las obras más señeras sobre esta materia, el pensamiento político-filosófico ha ido evolucionando hasta consagrarse en la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de la Revolución francesa y que siglos más tarde se reflejaría en la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948 en el marco de las Naciones Unidas. Sin olvidar el Convenio Europeo para la Protección de los Derechos Humanos y las Libertades Fundamentales aprobado en el seno del Consejo de Europa o la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea. No obstante, a pesar del enorme esfuerzo realizado para alcanzar estos acuerdos internacionales, la clave fundamental ha sido la “catalogación”, es decir la identificación de cuáles son los derechos que deben ser protegidos y garantizados como derechos humanos fundamentales y relacionados con el concepto de la “dignidad humana”; sin duda un importante esfuerzo por sistematizar y clasificar tales derechos.

 

Si bien, como se deduce de los párrafos anteriores, todos estos pasos se han ido realizando teniendo en cuenta la idiosincrasia y la cultura europea frente a lo cual se han alzado voces provenientes de otras “familias culturales” que han indicado y reclamado la necesidad de valorar otros criterios antropológicos y sociológicos que no se tuvieron en cuenta a la hora de elaborar la lista codificada de los derechos a proteger.

 

Personalmente, no me cabe duda de que ciertos derechos, como el derecho a la vida, a no ser torturado, el derecho a vivir en libertad, la prohibición de la esclavitud o la no discriminación por ningún motivo de raza, sexo, color, condición social, orientación sexual o creencias religiosas deben tener un alcance y valor universal más allá de la “familia cultural” de que se trate.  Puesto que, sobre estos aspectos, no se debería admitir ningún tipo de consideración que pueda vulnerarlos. Dicho esto, cabe la posibilidad de reconocer que en el marco de otras tendencias culturales haya que considerar la posibilidad de que los grandes acuerdos internacionales, incluida la Declaración Universal de Derechos Humanos, han surgido bajo la inspiración de la llamada “cultura occidental” y que, por tanto, cabe y se hace necesaria una reflexión profunda de aquellos derechos que pudieran haberse sustraído de la codificación. No en vano, ejemplos señeros como la Carta Africana de los Derechos Humanos y de los Pueblos de 1981 que recogió derechos como la eliminación de toda forma de explotación económica extranjera que durante décadas esquilmó los recursos naturales de los países africanos sin la menor consideración de los intereses de sus pueblos y que, como es bien sabido, fueron sobre todo las metrópolis europeas las que se lucraron de manera inmisericorde. A la que se unieron, posteriormente otras Declaraciones tales como la Declaración del Cairo de 1990 correspondiente a los países islámicos, o la Declaración de Bangkok de 1993, correspondiente a los países del área asiática, o la Declaración de Túnez también de 1993 que aglutinó a más países africanos y en donde todas ellas reclamaban, con razón, una nueva visión y revisión de los derechos humanos en la que se tuviesen en cuenta tradiciones y valores propios de estos pueblos que no fueron reflejados en la Declaración Universal. 

 

 

Los setenta y cinco años de la Declaración Universal de los Derechos humanos

 

Pasados setenta y cinco años de la aprobación de la Declaración Universal de los Derechos Humanos nos encontramos ante la disyuntiva de preguntarnos si la humanidad ha logrado alcanzar el respeto que se merece cada ser humano “sin distinción alguna de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de cualquier otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición”, tal como se indica en su artículo segundo. 

 

La respuesta, lamentablemente, es que a pesar de los indudables esfuerzos realizados se siguen violando de manera contumaz y de forma reiterada los más elementales derechos de la persona humana. Parece como si la execrable experiencia de dos guerras mundiales en el siglo XX e innumerables guerras civiles y fratricidas no hubiesen levantado la voz de alerta con el fin de detener el latrocinio de la condición humana. El genocidio y el desprecio por las minorías han encumbrado la impunidad de los victimarios con la dificultad de la justicia internacional y nacional de poder perseguirles y juzgarles, como consecuencia del alambicado sesgo de numerosos gobiernos que prefieren distorsionar las leyes en su beneficio. Tal como ha ocurrido en muchos países europeos, llamados democráticos, con el debilitamiento expreso de la Justicia Universal. 

 

Por su parte, el actual Secretario General de las Naciones Unidas, Antonio Guterres, indicó hace cinco añós, en el marco de la Asamblea General, con ocasión de la celebración del setenta aniversario de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, que “la resistencia a apoyar estos derechos está a menudo vinculada a una “falsa dicotomía” entre derechos humanos y soberanía nacional. Los derechos humanos hacen más fuerte a los Estados y las sociedades reforzando así la soberanía. Por el contrario, existen abundantes pruebas de que el abuso de los derechos humanos por los Estados es una señal de debilidad, no de fuerza”. Y añadió que tales Estados “se encaminan, a menudo, hacia la guerra o incluso el colapso. Los derechos humanos hacen más fuerte a los Estados y las sociedades reforzando así la soberanía”, y recomendó tener presente esta lección. 

Esto significa que no podemos dar por descontado que la existencia de la Declaración Universal y todos los documentos que le han sucedido han obtenido el suficiente calado en la conciencia de los gobernantes sobre la inherente dignidad e igualdad de todos los seres humanos. Si bien, sigue siendo una fuente de inspiración entre la dicotomía entre el bien y el mal, no debemos olvidar la advertencia que nos hacía Hannah Arendt sobre “la banalidad del mal” en relación con el juicio del Eichmann uno de los máximos responsables de la “solución final” relativo al exterminio del pueblo judío, en el que un individuo de apariencia mediocre pudo llevar a cabo los más horrendos crímenes, por lo que Arendt llega a percibir que estos crímenes puedan cometerse no sólo por una resuelta intención a cometer el mal sino también por una especie de frívola superficialidad como consecuencia de una ausencia de pensamiento y capacidad reflexiva. De ahí, la importancia que tiene la Declaración Universal y su difusión, pues en el marco de esa frivolidad o banalidad a la que hace referencia Arendt muchos actuales Gobiernos no manifiestan una clara voluntad política para aplicar las normas internacionales que han aceptado respetar.

Por tal razón, a los setenta y cinco años de la Declaración Universal vuelve a ser una ocasión propicia para fortalecer esa reivindicación haciendo que los derechos reseñados en la Declaración y en los Pactos se difundan sobre todo entre quienes más los necesitan, con el fin de poder conseguir que la Declaración Universal forme parte de la vida de todos los seres humanos sin excepción.

 

Sobre las llamadas “generaciones de los derechos humanos”.

 

Debo reconocer que hablar de “generaciones de los derechos humanos” es una terminología que no me resulta excesivamente convincente dado que puede llevarnos a la falsa percepción de que estamos hablando de derechos clásicos y derechos modernos, cuando los Derechos humanos deben ser entendidos como un conjunto orgánico de garantías. No obstante, dicha esta aclaración, podemos utilizar esta catalogación generacional desde una perspectiva didáctica que nos permita observar y analizar el proceso de ampliación de estas garantías que van progresivamente cubriendo nuevos espacios de salvaguarda. 

 

De este modo, podemos señalar que la defensa de los derechos humanos tiene un largo recorrido que se puede visualizar en estas llamadas “generaciones” en las que paso a paso se ha logrado generar y adoptar nuevos instrumentos jurídicos internacionales que reclaman su observación y respeto.

 

La Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789 establece lo que podríamos denominar Derechos humanos de primera generación de carácter civil y político tales como la libertad de credo, la libertad de expresión, es decir, la autonomía de los individuos frente al Estado y que se apoyan en modelos constitucionalistas y liberales que encuentran su fundamente en esfuerzos de carácter social. 

 

Es gracias a la filosofía que inspira a la Ilustración y en las teorías rousonianas del Contrato Social como se comenzará a hablar de libertades individuales y de la autonomía y libertad de los ciudadanos frente al poder omnímodo del Estado, garantizando su integridad física y familiar y sus garantías procesales. Se busca que en la redacción de las Constituciones se protejan estos derechos de la persona humana universalizando los derechos civiles y políticos. 

 

Cuando nos referimos a los derechos humanos debemos tener en cuenta dos ideas fundamentales que subyacen en este fenómeno. La primera, estaría relacionada con la dignidad inherente a la persona humana, o sea que los derechos humanos pretenden la defensa de dicha dignidad. La segunda idea, hace referencia al establecimiento de límites al poder, siendo los derechos humanos uno de los límites tradicionales al poder omnímodo de los Estados.

 

Se trata, por tanto, de derechos en los que se destaca de manera fehaciente la autonomía de los individuos en el marco social y político, si bien, con el paso del tiempo, ya durante finales del siglo XIX se fue percibiendo que los derechos civiles y políticos eran insuficientes y deberían ser ampliados a otros ámbitos de la existencia humana.

 

Es en este contexto y con la idea de superar tales limitaciones como surgen los llamados Derechos humanos de la segunda generación que van a proteger derechos de naturaleza económica y social fundamentados en el pensamiento socialista frente a los anteriores que lo estaban apoyados en criterios de carácter liberal. Si los primeros protegían a los ciudadanos frente al poder estatal en los segundos se busca la intervención del Estado para poder garantizar un acceso equilibrado e igualitario al goce de los derechos recogidos bajo el apelativo de primera generación. Se trataba de arbitrar un modo de equilibrar los excesos generados por las desigualdades sociales, no sólo de clases sino también de etnia y condición que laceran la condición humana.

 

Es a través de los movimientos obreros de finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX inspirados por la ideología socialista como se va conformando la conciencia de que los derechos civiles y políticos no serían realmente efectivos sino se complementasen con los derechos económicos sociales y culturales y que la sinergia de ambos constituiría un verdadero acicate en la protección efectiva de los seres humanos en su conjunto sin distinciones de ningún tipo. Por tanto, como he apuntado, cuando hablamos de generaciones de derechos humanos no estamos hablando de compartimentos estancos y aislados, sino que debemos insistir sobre su interdependencia que nos aleja de cualquier consideración de entenderlas como categorías autónomas pues este error debilitaría su eficacia.

 

De tal modo, se fueron cristalizando los derechos humanos de la primera generación en los que se destacaba a los individuos, con el fin de reclamar la atención sobre derechos de la personalidad;  los de la segunda generación en donde se defendía a las colectividades, marcando el acento en los derechos sociales; y, finalmente, surgen, como derechos emergentes, los Derechos humanos de la tercera generación, con el apelativo de derechos de la solidaridad, tal como los bautizara Karel Vasak en su Curso de La Haya en 1974. 

 

En este contexto, es legítimo plantearse el porqué de la reivindicación de nuevos derechos, de nuevos instrumentos de derechos humanos que denominamos emergentes.

 

A partir de los años setenta estamos asistiendo a la aparición de todo un conjunto de nuevos derechos humanos, en el marco de la llamada tercera generación que tratan de responder a los retos más urgentes que tiene planteada la Comunidad internacional. Entre los derechos humanos que han sido propuestos para formar parte de esta “nueva frontera de los derechos humanos” se encuentran los siguientes: el derecho al desarrollo; el derecho a la paz; el derecho al medio ambiente; el derecho a beneficiarse del Patrimonio Común de la Humanidad o el derecho a la asistencia humanitaria.

 

Estos Derechos humanos de la tercera generación, que se promueven durante la segunda mitad del siglo XX, son los que se han dado en llamar los derechos de la solidaridad. Su cauce se va abriendo a través de reivindicaciones que afectan al respeto de la diversidad cultural, la protección de patrimonio cultural de la humanidad, la conservación del medio ambiente, los derechos de los colectivos discriminados, las minorías étnicas, las minorías religiosas o los llamados grupos de edad, por reseñar algunas variables que han ido acrecentando nuevas figuras de protección. 

 

Hay que tener en cuenta que el mundo está cambiando y que el fenómeno de la globalización y las corrientes migratorias nos enfrentan ante un nuevo panorama humano que el derecho no debe pasar por alto. Han surgido, por tanto, nuevos retos a los que la Comunidad internacional debe dar respuesta, sin duda, vinculados a nuevos modelos de desarrollo sostenible que apuesten por la biodiversidad sin olvidar que el siglo XXI será el siglo de las migraciones masivas y, por tanto, habrá que buscar entendimientos de carácter multicultural apoyados en la tolerancia y el respeto mutuo valorando el “concepto de lo diferente” como algo que enriquece a la cultura de los pueblos.

 

De tal modo, estos derechos de la solidaridad están implicando un cambio de paradigma que reclama nuevas respuestas en el marco de la cooperación internacional.

 

En esta línea, nos encontramos con autores que ya apuntan el surgimiento de una Cuarta generación de derechos humanos. Como apunta, Javier Bustamante Donas, “estas nuevas condiciones permiten que vayan cristalizando nuevos derechos que aspiran a concretarse en Declaraciones como las anteriores de los derechos civiles y políticos y de los derechos económicos, sociales y culturales. Se reivindica el derecho a la paz y a la intervención desde un poder legítimo internacional en los conflictos armados; el derecho a crear un Tribunal Internacional que actúe en los casos de genocidio y crímenes contra la humanidad; el derecho a un desarrollo sostenible que permita preservar el medio ambiente natural y el patrimonio cultural de la humanidad; el derecho a un mundo multicultural en el que se respeten las minorías étnicas, lingüísticas y religiosas; el derecho a la libre circulación de las personas, no sólo de capitales y bienes, que permita condiciones de vida dignas a los trabajadores inmigrantes. Este conjunto de derechos va tomando forma en las últimas décadas, y abre el camino para un gran reto añadido en el siglo XXI: las nuevas formas que cobran los derechos de primera, segunda y tercera generación en el entorno del ciberespacio, es decir, la cuarta generación de los derechos humanos.

 

Por lo tanto, sin pretender cuestionar la plena vigencia y exigibilidad de la Declaración Universal y de otros instrumentos clásicos, las sociedades actuales se enfrentan a retos que en otros tiempos eran marginales o desconocidos, como por ejemplo los adelantos tecnológicos, el subdesarrollo, la globalización o el deterioro medioambiental.

 

No obstante, ante este proceso evolutivo, cabe preguntarse: ¿Y qué pasa con los viejos derechos? Si constantemente hablamos de nuevos derechos y de su necesaria protección, pudiera parecer, y de facto existe una tendencia social errónea a pensar y sostener, que los derechos históricamente reconocidos están plenamente reconocidos y consolidados. 

 

La realidad ha demostrado de forma reiterada la falsedad de esta premisa. Con una mínima reflexión que hagamos sobre ciertos derechos, como por ejemplo, el derecho a no ser discriminado por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social, no podemos afirmar que tales derechos no se conculquen de manera sistemática a los largo del orbe.

 

En este sentido, uno de los aspectos más destacables del derecho al desarrollo concebido como derecho humano es que establece un vínculo claro y estrecho entre el desarrollo y el respeto del conjunto de los derechos humanos internacionalmente reconocidos.

 

Respecto al contenido del derecho humano al desarrollo, en primer lugar debemos mencionar que se le considera como un derecho-síntesis, es decir, un derecho que integra el conjunto de los derechos humanos; su último objetivo sería la promoción y la aplicación de todos ellos, tanto en el ámbito nacional como internacional. En el fondo, el derecho al desarrollo pretende un reforzamiento y una profundización de la indivisibilidad e interdependencia de todos los derechos humanos.

 

Los derechos humanos emergentes.

 

Con esta idea ha surgido la Declaración Universal de los Derechos Humanos Emergentes (DUDHE) como resultado de un diálogo organizado por el Instituto de Derechos Humanos de Cataluña (IDHC) dentro del Fórum Universal de las Culturas de Barcelona en 2004 con el título de “Derechos Humanos. Necesidades Emergentes y Nuevos Compromisos”. Se ha constituido como un instrumento programático de la sociedad civil internacional que va dirigido tanto a los actores estatales como a otros foros institucionalizados.

 

Será en Monterrey en México, en el encuentro celebrado del 30 de octubre al 4 de noviembre de 2007 cuando se aprueba el texto definitivo de la Declaración Universal de los Derechos Humanos Emergentes, en la que la Carta se convirtió en el documento de trabajo sobre el que se discutió durante los tres años que mediaron entre el encuentro de Barcelona en 2004 y el de Monterrey en 2007, con la activa participación de agentes sociales, políticos, culturales y económicos inmersos en la sociedad civil.

 

Tal como se indica en la Declaración Universal de los Derechos Humanos Emergentes (DUDHE), en los  inicios de este siglo XXI parece demostrada la necesidad de profundización de nuestros sistemas democráticos haciendo incidencia en la mejora de su calidad y en la garantía de sus preceptos. Por ello, el articulado está estructurado a través de la división de los siguientes títulos, “que ilustran seis características distintas que el sistema democrático debería cumplir”: Derecho a la Democracia igualitaria;  Derecho a la Democracia plural; Derecho a la Democracia paritaria; Derecho a la Democracia participativa; Derecho a la Democracia solidaria y  Derecho a la Democracia garantista. 

 

No ha sido fácil llegar hasta aquí, pues, como apunta Gloria Ramírez, coordinadora de la Cátedra UNESCO de Derechos Humanos de la Universidad Nacional Autónoma de México, “la Declaración Universal de Derechos Humanos Emergentes es una suma de consensos, pero también de disensos, de cuestionamientos diversos y de múltiples debates. Elaborar un nuevo mecanismo de protección de los derechos humanos suscita escepticismo en unos, y esperanza en otros.

 

En definitiva, la lucha por la visualización de los derechos humanos es un continuo que no puede ni debe, en modo alguno, descansar, dado que su defensa y protección exigen una alerta continua.  Recordemos el esfuerzo de René Cassin cuando en diciembre de 1948 insistió en que aquella primera Declaración de derechos humanos se adjetivara como universal y no como internacional, pues de ese modo reflejaba su verdadero sentido ecuménico. 

JUAN MANUEL DE FARAMIÑÁN GILBERT

Director de Universitas Estudios Generales

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